Félix A. Pineda.
En ese lugar había un olor nauseabundo terrible. La gente que pasaba tenía que comprimir el aire de los pulmones, hasta que la resistencia lo permitiera. Era jueves 20 de agosto del año 2009. Ese olor a mil demonios, sin conocer yo las propiedades químicas que confieren olor a los demonios, se había apoderado de calles y aceras. El aire estaba literalmente contaminado, y no precisamente por el monóxido de carbono que vomitaban los vehículos.
Cuando uno se movía hacia otra parte, huyendo, entonces era asaltado por un olor a cloaca. El malestar indescriptible, acompañado por las ganas de vomitar, más el miedo a contraer una infección pulmonar (lo menos que en mi ignorancia médica podía esperar), obligaron a levantarme la camisa y taparme la nariz para poder sobrevivir a esa indecorosa hediondez.
Era como si una letrina vaciara en la calle todo su contenido de porquería e inmundicia.
Para colmo de males, la gente tenía que tirarse a la calle porque las aceras estaban llenas de cualquier tipo de basura.
Me pareció increíble que existiera un lugar como ese, pero más increíble le parecerá al lector saber que esta escena ocurre en la cinco veces centenaria ciudad de Santo Domingo, Distrito Nacional, capital dominicana, y para más señas, ocurre en la Ciudad Universitaria.
He querido dedicar al síndico todos los insultos que dicen los choferes de carros públicos cuando están encojonados, pero la maldita costumbre de ser "educado", más el miedo a una demanda, me lo impide. De todo modo, no se lo digo, pero lo pienso.
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