lunes, 27 de diciembre de 2010

Los pecados de Haití

Por: Eduardo Galeano


La democracia haitiana nació hace un ratito. En su breve tiempo de vida,
esta criatura hambrienta y enferma no ha recibido más que bofetadas. Estaba
recién nacida, en los días de fiesta de 1991, cuando fue asesinada por el
cuartelazo del general Raoul Cedras. Tres años más tarde, resucitó. Después
de haber puesto y sacado a tantos dictadores militares, Estados Unidos sacó
y puso al presidente Jean-Bertrand Aristide, que había sido el primer
gobernante electo por voto popular en toda la historia de Haití y que había
tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto.

El voto y el veto

Para borrar las huellas de la participación estadounidense en la dictadura
carnicera del general Cedras, los infantes de marina se llevaron 160 mil
páginas de los archivos secretos. Aristide regresó encadenado. Le dieron
permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el poder. Su sucesor,René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de los votos, pero más poder quePréval tiene cualquier mandón de cuarta categoría del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no lo haya elegido ni con un voto siquiera.

Más que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que Préval,
o alguno de sus ministros, pide créditos internacionales para dar pan a los
hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los campesinos, no recibe
respuesta, o le contestan ordenándole:

-Recite la lección. Y como el gobierno haitiano no termina de aprender que
hay que desmantelar los pocos servicios públicos que quedan, últimos
pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados del mundo, los
profesores dan por perdido el examen.

La coartada demográfica

A fines del año pasado cuatro diputados alemanes visitaron Haití. No bien
llegaron, la miseria del pueblo les golpeó los ojos. Entonces el embajador
de Alemania les explicó, en Port-au-Prince, cuál es el problema:
-Este es un país superpoblado -dijo-. La mujer haitiana siempre quiere, y
el hombre haitiano siempre puede.

Y se rió. Los diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried Wolf,
consultó las cifras. Y comprobó que Haití es, con El Salvador, el país más
superpoblado de las Américas, pero está tan superpoblado como Alemania:
tiene casi la misma cantidad de habitantes por quilómetro cuadrado.

En sus días en Haití, el diputado Wolf no sólo fue golpeado por la
miseria: también fue deslumbrado por la capacidad de belleza de los pintores populares. Y llegó a la conclusión de que Haití está superpoblado… de artistas.

En realidad, la coartada demográfica es más o menos reciente. Hasta hace
algunos años, las potencias occidentales hablaban más claro.

La tradición racista

Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se
retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y
derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los
extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y
feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de
gobernarse a sí misma, que tiene “una tendencia inherente a la vida salvaje y una
incapacidad física de civilización”. Uno de los responsables de la invasión,
William Philips, había incubado tiempo antes la sagaz idea: “Este es un
pueblo inferior, incapaz de conservar la civilización que habían dejado los
franceses”.

Haití había sido la perla de la corona, la colonia más rica de Francia:

una gran plantación de azúcar, con mano de obra esclava. En 'El espíritu de

las leyes', Montesquieu lo había explicado sin pelos en la lengua: “El

azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su producción.

Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y tienen la nariz tan

aplastada que es casi imposible tenerles lástima. Resulta impensable que

Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma

buena, en un cuerpo enteramente negro”.



En cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del mayoral. Los

esclavos no se distinguían por su voluntad de trabajo. Los negros eran esclavos

por naturaleza y vagos también por naturaleza, y la naturaleza, cómplice del

orden social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al amo y el amo

debía castigar al esclavo, que no mostraba el menor entusiasmo a la hora de

cumplir con el designio divino. Karl von Linneo, contemporáneo de

Montesquieu, había retratado al negro con precisión científica: “Vagabundo, perezoso,

negligente, indolente y de costumbres disolutas”. Más generosamente, otro

contemporáneo, David Hume, había comprobado que el negro “puede desarrollar

ciertas habilidades humanas, como el loro que habla algunas palabras”.



La humillación imperdonable



En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a las tropas de

Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás esta humillación infligida a la

raza blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas. Estados Unidos

había conquistado antes su independencia, pero tenía medio millón de

esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco. Jefferson, que

era dueño de esclavos, decía que todos los hombres son iguales, pero también

decía que los negros han sido, son y serán inferiores.



La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana

había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las

calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población había

caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue

condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la

reconocía.



El delito de la dignidad



Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje de

firmar el reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había podido

reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya España lo había

derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano le había

entregado siete naves y muchas armas y soldados, con la única condición de que

Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había

ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero después de su victoria,

cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la espalda al país que lo había

salvado. Y cuando convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no

invitó a Haití pero invitó a Inglaterra.



Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años después del fin de la

guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio francés de la

anatomía, descubría en París que los negros son primitivos porque tienen

poca distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces, Haití ya estaba en

manos de carniceras dictaduras militares, que destinaban los famélicos

recursos del país al pago de la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la

obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de

perdón por haber cometido el delito de la dignidad.



La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones

de tragedia, es también una historia del racismo en la civilización

occidental.

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